Prólogo.- EL FANTASMA NICOLÁS, por Jordi Marquina -humorista gráfico, clown y actor-
El libro que van ustedes a leer se escribió en el año 1981, el mismo año en que yo venía a este mundo. Así, puedo pegarme el gustazo, nada más empezar este prólogo, de parafrasear a Rafael Alberti y decir: «Yo nací -¡respetadme!- con el fantasma José Enrique».
Muchas cosas importantes han pasado en este mundo desde aquel año. Yo, por ejemplo, me he dejado barba y me he tapado la cabeza con un sombrero.
Nicolás, sin embargo, está igual que siempre. En su torreón decimonónico de la antigua y madrileña calle de la Menta, sigue enfrascado en la confección de confituras explosivas, creadas con luminosos colores para teñir los corazones grises. Esas confituras que una generación conocimos en la mágica editorial Bruguera y que tenían todo el sabor de haber pasado antes por la no menos mágica La Codorniz.
Al contrario que los pijos desocupados que viven años sabáticos, Nicolás vive una vida sawática, iluminada siempre por la luz anárquica del bohemio poeta ciego don Alejandro, convertido, gracias a un empujón de Valle-Inclán, en una estrella máxima inmortal.
Como Nicolás fue el primer postmoderno que se acercó al mundo, o sea, como fue el primero de los últimos en llegar, vive en una curiosa tierra de nadie. Diferente a la extraña tierra de cualquiera en la que vivimos todos los demás. Pero, en vez de estar aparte, como tantas veces se ha dicho de este náufrago de tebeo, este mundo nuestro le cala todos los días hasta los huesos (los de santo y los de lo otro). Y entonces se pone ácido, no con la acidez tonta del limón que lo es porque no sabe ser otra cosa, el pobre. No. Con la acidez del hombre que sufre las injusticias, con una acidez que parece que a W. C. Fields le haya escrito los parlamentos don Carlos Arniches. Pero entonces se acuerda de que es bueno, y, como no le da vergüenza ni nada, lo sigue siendo. Más bueno que todos los personajes del Pumbyjuntos. Y entonces Nicolás coge el bolígrafo rojo de los payasos y nos hace reír, y le salen novelas de fresa con nata, como esta que ustedes, amigos lectores, tiene entre las manos. Si es que es de esos tipos que cogen las novelas con las manos en vez de con otra cosa.
Hijo de las dos generaciones del 27, la de humoristas y la de poetas, nuestro Nico tuvo la suerte también de ser hijo de doña Felisa, que sin duda fue la que le enseñó a recortarle los agujeros a las sábanas para jugar a los fantasmas (las mamás inteligentes, a lo que más enseñan a sus hijos es a jugar). Fruto de esos juegos nacieron Carmenchu y José Enrique, la pareja de enamorados imposibles y ensabanados a los que ha tenido que pedir Nicolás que esperasen un poquito (total, treinta y siete añitos de nada) para que no se escapasen a otras dimensiones y poder así publicar por fin este libro.
¿Será fácil encontrarse con este autor tan raro? Yo creo que sí. No hay más que esperarlo en alguna de las muchas bocas de metro de su Madrid para ver una chispita de color venir hacia nosotros a lo lejos. Esa chispita de color, que va a ser violeta, como si lo viera, es Nicolás. Viene con un extraño bailecito, con una conga de habitantes del país de los fantasmas detrás. A algún tonto le parecerá que es porque el pobre ha pisado un racimo de clínex. Pero como nosotros somos muy listos, sabemos que es una conga de fantasmas. Es la misma conga que Andy Kaufman empezó en un teatro de Nueva York e hizo que el público saliera del teatro con él capitaneando, diera una vuelta a la manzana, y se volviera al teatro a sentarse en su sitio tan serio. Como ya hemos dicho que esa conga de Andy es la misma que la de Nicolás, ya sabemos que termina en la luna. Por favor, amigo, haz que sea la luna de Valencia, para poder ir a jugar contigo cerquita de casa.
Nicolás, como buen espectro solitario, con sábana o sin sábana, es amigo de todo el mundo, y ha conseguido que sus amigos de verdad, los que lo queremos y apreciamos sinceramente, después de conocerlo no podamos hablar igual que antes, ni ver el mundo de la misma manera, y ha hecho que nuestras sonrisas sean más grandes y que, cuando sufrimos, nuestras lágrimas sean de tanta calidad, que una fábrica de Baviera esté pensando seriamente en embotellarlas para venderlas como cerveza. Nicolás ha conseguido con su mundo, eso tan bonito que quería nuestro maestro Miguel Mihura, que el humor sirviera para distinguir a las buenas personas de las que no lo son. Es muy probable que el lector que hoy lea El fantasma José Enrique se convierta, sin saberlo, en uno de estos ciudadanos privilegiados con pasaporte de primera para viajar del humor a la poesía tantas veces como desee. Le doy la bienvenida y espero que disfrute este viaje.